viernes, 30 de octubre de 2009

Hace algún tiempo



        Vi por primera vez la luz, una tormentosa noche de Julio, hace ya algún tiempo.

       Ese día uno de mis hermanos cumplía siete años. Mamá había amasado, estirado y cortado en cuadraditos regulares, una gran cantidad de tapas para pasteles, luego vino el consabido armado y fritado de esos manjares con que festejaba los cumpleaños.

       No sé si por el ejercicio de mi madre, excesivo para su estado avanzado de embarazo, por mi espíritu rebelde o mi naturaleza celosa, (seguramente mi madre había pasado el día dedicada al cumpleañero y no pude soportarlo) pero lo cierto es que decidí nacer esa noche, en medio de una fortísima tormenta.

      Las calles de tierra estaban anegadas, el viento azotaba los eucaliptos y golpeteaba en el techado de chapas. No se contaba con un vehículo para acudir al hospital. Así, mi padre salió en busca del “doctor del pueblo”, pero… era nueve de Julio, día festivo, y el doctor no se encontraba en el lugar.

     La mayor de las tres hermanas con las que yo ya contaba tenía entonces quince años, y esa noche, justamente esa noche, estaba preparada para asistir, por primera vez “al baile”.

     Por mi parte, no estaba dispuesta a postergar el apoteótico momento de mi nacimiento por esas nimiedades, de modo que pujaba con todas mis fuerzas para salirme con la mía (acto que he repetido muchas veces a lo largo de mi vida)

    Me contó mi madre que mi hermana empalideció, cuando ella le dijo: “Hija, cambiese, traiga agua caliente y venga a ayudarme”.

    ¡Qué momento!

    Cuando llegó mi padre acompañado por “la comadrona”, a falta de doctor, yo estaba muy tranquila sobre el regazo de mi madre, quien enarbolaba una tijera, a punto de cortarme el cordón. Trabajo éste último, no muy bien realizado, creo, ya que al día siguiente amanecí en medio de un charco de sangre que manaba por el ombligo. Pero indudablemente traía mucha… porque aquí estoy.

    No sé si mi pasión por las tormentas tendrá su origen en la circunstancia de mi nacimiento. Yo me inclino a pensar que sí.
                                                                                                              Julia Cerles







viernes, 23 de octubre de 2009

Noche de tormenta



      La lluvia arreciaba, esa noche de octubre. Por la tarde se había anunciado la tormenta a través del aire un tanto denso y la brisa caliente. Sonreí, ante   la vecina que se quejaba del calor, ya que en verdad no tengo problemas con el clima. y si se anuncia una tormenta,  espero con avidez el momento de disfrutarla.
      La tarde transcurrió, soleada y cargada de presagios tormentosos. Ya sobre el crepúsculo, un viento un poco más fuerte acompañó ese momento en que el sol se retira a sus tornasolados aposentos y abre paso a su amada navegante de la noche. Sólo que esta vez la dama de plata fue cubierta por una compacta y uniforme nube oscura.
      De pronto en perfecta simultaneidad el viento y la lluvia se desataron estrepitosamente, los árboles comenzaron una danza furiosa, las cortinas sacaron sus brazos por las ventanas aún abiertas para saludarlos, cerré los cristales que comenzaron a tamborilear participando del viejo ritual.
       Serví una taza de café y con ella me dirigí a la puerta-balcón a disfrutar del espectáculo. Todo me parecía perfecto, la lluvia, el viento, la tonalidad azul que los relámpagos daban a los árboles, el aroma y el sabor del café. Era entrada la noche y nadie transitaba la calle, sólo algún automóvil que rompía la perfecta armonía.
       A la luz de un relámpago pude ver un bulto, en la vereda, más allá del parque que me separa de la acera, focalicé la mirada y con la ayuda de otro relámpago divisé a un niño acurrucado contra la pared, rodeando con los brazos sus piernas flexionadas.
       Bajé corriendo, sin un abrigo ni elemento alguno que me protegiera. Apenas salir del edificio sentí el azote frío del viento, mis cabellos chorreaban, el vestido liviano empapado se apretaba al cuerpo y mis sandalias amenazaban provocar una caída; de modo que las dejé en medio del camino.
       Era un niño de unos cinco años,  su cuerpo mojado  tiritaba y sus dientes sonaban en un entrechocarse incesante. Sin inquirir nada lo tomé en mis brazos, ya habría tiempo cuando estuviera abrigado y bebiendo leche caliente. Comencé el regreso a casa con mi preciada carga, tratando de proteger con mi cuerpo y mis brazos ese temblor de carne y huesos.
       Subí con dificultad los dos pisos hasta mi departamento.
       Ya en él, al separalo un poco de mi cuerpo para dejarlo sobre el sillón, mi estupor fue indescriptible, aterida como estaba, un intenso calor comenzó a invadirme. Comencé a llorar y reir parada inmóvil sobre el charco formado en el piso.
        En mis brazos, desnudo, sonriente y con flores en sus manos, se encontraba un ángel. Fue sólo un momento. Rozó mi piel con una de sus alas y con su mirada el alma, me entregó las flores y voló atravesando los cristales.
        Un rayo hizo temblar la tierra.
                                                                                                                                 Julia Cerles