miércoles, 14 de abril de 2010

La muchacha de la valija verde- Última parte


Máximo llegó a la Alameda donde Sara y Pedro lo esperaban para almorzar. Luego del almuerzo desechó la acostumbrada siesta, como si temiera una nueva pesadilla. Llamó a su esposa, y la charla con ella y sus hijos le devolvió un poco de la tranquilidad que inexplicablemente había perdido. Tomó un libro y se sentó a leer frente al hogar. Así transcurrió la tarde entre lectura y una larga conversación con el administrador de la estancia. Por último hizo ensillar su caballo preferido y se dedicó a practicar salto. La actividad y el aire fresco hicieron, que regresara a la casa el Máximo afable y dicharachero de siempre. Tras la cena, jugó a las cartas con Pedro y por último se retiró a su dormitorio con la paz de un niño. No le fue difícil conciliar el sueño.





A medianoche, fuertes golpes de aldaba despertaron a todos los habitantes de la casa. Estaban en llamas los campos de “Los Mirasoles”. Salió apresurado, sin aceptar que Pedro lo acompañara, amaba demasiado a ese hombre de edad ya avanzada y no permitiría que se exponga.

Cuando llegó, una multitud de hombres de su estancia y las vecinas, cavaban para impedir el avance de las llamas, en tanto aguardaban la llegada de bomberos de la ciudad más cercana. Tras divisar al dueño de “Los Mirasoles”, Máximo encaminó sus pasos hacia él, pero de inmediato quedó literalmente clavado en el lugar. A pocos metros suyos y como salida de la nada se encontraba la maestra recién llegada al pueblo.

Aquella muchacha insignificante, que sin saber cómo había estado observando en la estación, en la estación a la que no sabía por qué había ido. La muchacha a la que luego encontrara en la puerta de Pilar, aquélla que había llegado para hacerse cargo de la escuela. Esa misma que lo trastornara, sin entender por qué. ¿Qué hacía allí con su tapado marrón? Y… ¡La pequeña valija verde!

Quería preguntar, decirle que se aleje de allí. Ahora su desasosiego inicial iba convirtiéndose en ira, una ira por él desconocida, una ira morbosa. Pero la visión de la muchacha, no sólo lo había inmovilizado sino también enmudecido.

María lo miraba fijamente, con una mirada indescifrable. Simplemente, lo miraba fijamente, pero como desde lejos.



En la percepción de Máximo, todo había desaparecido. Sólo eran él y esta extraña muchacha. Comenzó a sentir que su cuerpo giraba lentamente. Un nuevo paisaje se abría a sus ojos. Una multitud oscura, amarronada, se movía ante él; gritos estremecedores, lamentos… Un calor intenso iba envolviéndolo. Los ojos de la muchacha mirándolo fijamente, tomaban dimensiones fantasmagóricas. Las llamas se alzaban ante él, un olor acre llenaba el aire denso, y en sus oídos resonaba el grito de la turba: ¡Brujas! ¡Brujas! ¡El fuego las purificará! En sus oídos retumbaban las risas de los verdugos. ¡Su propia risa!

Ahora la mirada de la muchacha ya no era apacible, había terror en ella, mientras en un denodado esfuerzo lograba despojarlo de la capucha, al tiempo que, con un grito desgarrador caía empujada por él a las llamas de la hoguera.

Máximo contempló una vez más a la muchacha que lo miraba fija y apaciblemente, dio un medio giro y se encaminó como un autómata hacia las llamas que devoraban el campo reseco. Se perdió entre los rojos y naranjas mientras oía las voces que gritaban, ¡El fuego te purificará! ¡El fuego te purificará!



El día amaneció límpido y frío. El sol ponía brillos sobre la hierba y las copas de los árboles… En un sector de “Los Mirasoles”, se destacaba un manchón oscuro, a pocos metros de éste, unos peones encontraron una extraña capucha negra, como de verdugo… y un poco más allá… abierta y vacía, una pequeña valija verde.



                                                                                                                                     Julia Cerles


viernes, 9 de abril de 2010

La muchacha de la valija verde 3ª Parte


Comenzaba a despuntar el alba cuando Máximo despertó sobresaltado. Gruesas gotas de sudor bañaban su cuerpo y un inexplicable temblor lo recorría. De inmediato entró en un profundo sopor… Ante él desfilaban figuras borrosas, una multitud de seres imprecisos, desdibujados por una densa bruma. Gritos desgarradores lo devolvieron a la vigilia. Comenzó a vestirse lentamente. Indudablemente, he tenido una pesadilla - pensó- y bajó a desayunar.

Durante el desayuno no pudo concentrarse en la conversación de Sarita. Respondió con monosílabos e interjecciones medianamente coherentes. Sólo deseaba huir de la presencia de esta mujercita, como si temiera descubriera algún oscuro secreto. Su desconcierto crecía minuto a minuto pues era consciente de estas sensaciones, pero ignoraba la razón por la que se sentía así. Apuró el último trago de café y salió rápidamente, recorrería el campo y hablaría con los puesteros.



María había descansado plácidamente. Despertó temprano con la sensación de quien ve próximo, algo largamente esperado. A través de la ventana de su cuarto pudo ver el verdor de los sembradíos más allá de los límites del poblado. El sol ponía brillos sobre la hierba y las copas de los árboles, al par que mitigaba el frío del lugar.

Con la taza de café en una mano y algunos bizcochos en la otra, recorrió la única habitación destinada como aula. Algo parecido al remordimiento la invadió, mientras observaba el humilde lugar. A través de las ventanas del aula observó el mástil donde ella jamás haría izar la bandera. Otra misión la había traído a este pueblo desconocido Una intuición o un mandato que ni ella misma sabía de donde venía, pero que indudablemente iba guiándola en su ya largo peregrinaje. Ahora sentía que la búsqueda estaba llegando a su fin.

La aterró la idea de recibir a los niños, no soportaría la culpa si viera sus caritas morenas, de mejillas amoratadas por el frío; sus miradas esperanzadas. Rápidamente se vistió y salió en dirección a la casa de Pilar.

La recibió con la afabilidad de siempre. María rehusó la invitación a entrar, se limitó a preguntar por la salud de Zenón, a fin de no resultar tan cortante, e indicar a Pilar que se encargue de hacer pintar el aula y las mesas, ya que se encontraban un tanto deterioradas y quería que los niños sintieran que se los estaba esperando en un ambiente más agradable. Eso le daría un poco más de tiempo.

Ya a punto de despedirse ambas mujeres, la camioneta de Máximo dio vuelta la esquina y se detuvo frente a la casa. Pilar los presentó.

Otra vez un frío intenso recorrió el cuerpo de María al enfrentar la mirada del hombre. Tenía una sonrisa cautivante; sin embargo la muchacha pudo advertir un ligero temblor en sus labios. Sintió ahora con mayor fuerza que la búsqueda llegaba a su fin.

Máximo por su parte volvió a sentir aquel desasosiego del día anterior. Algo lo impulsaba a permanecer junto a la muchacha, a la vez que un poderoso deseo de huida lo asaltaba. En su lucha interior, venció lo primero y se ofreció a acercarla a la escuela. Esta vez María aceptó.

En el breve lapso de tiempo del trayecto, maría tuvo extrañas sensaciones. Oía las palabras cuidadas de Máximo pero sentía como una lejanía de su propio cuerpo, sin embargo podía percibir el olor de Máximo, era un olor acre, y nauseabundo que nada tenía que ver con este hombre. Llegaron a la escuela y María se despidió sin invitarlo a pasar.

Ya en su cuarto tomó un baño y se sentó frente al fuego. Contemplaba como absorta las llamas. De pronto, como temerosa de haber perdido algo muy valioso, se incorporó y casi de un salto llegó frente al ropero, abrió uno de sus cajones y sacó la valija verde. Volvió al sillón frente al fuego. La abrió e introdujo la mano en su interior, entornó los párpados y así permaneció durante mucho tiempo.

                                                                                        Continuará

domingo, 28 de marzo de 2010

La muchacha de la valija verde 2da Parte


Dos golpes discretos en la puerta de la humilde casa, distrajeron a la anciana de su tarea. Se dirigió hacia la entrada, en tanto en un gesto de impensada coquetería, enroscaba hasta la cintura, el impecable delantal de fondo blanco sobre el que se esparcían pequeñas flores rojas. Al llegar a la puerta, en un último intento en favor de su aspecto, mientras con la mano izquierda sostenía el delantal enrollado, con la derecha acomodaba el encanecido cabello. Abrió y empalideció su rostro, su mano dejó caer el delantal. ¡Lo había olvidado!

María Céspedes- dijo la muchacha con toda serenidad y extendió la mano que la mano temblorosa de la anciana apenas sostuvo. El nombre pronunciado confirmó su sospecha. Se hizo a un lado, dejando libre la puerta al tiempo que la invitaba pasar y ensayaba disculpas. El Zenón no había podido ir a esperarla por hallarse enfermo y ella, con el susto del malestar repentino había olvidado decirle al Braulio que lo hiciera. ¡Cómo pudo pasarle esto! Pero su equipaje había sido recibido la semana anterior y ya estaba todo ordenado en su cuarto. Era un cuarto muy humilde, pero tenía una estufa, y ella había colocado unas carpetitas bordadas para que esté más lindo y el Zenón había pintado las paredes para que lo encuentre más prolijo.

Era un torbellino de palabras, un constante alear sus manos, mientras volvía a la cocina, seguida por la muchacha. La amplia sonrisa de María y su mirada condescendiente la tranquilizaron. Entonces recién pudo pedirle que se siente y ofrecerle café, que María aceptó de buen grado. Sentía frío. El frío intenso de ese lugar ventoso y el frío provocado por la cálida mirada de Máximo. Tomó el tazón con ambas manos y lo retuvo un momento disfrutando el calor que prodigaba a sus manos heladas. Percibió el olor exquisito y otro olor, no sabía de qué íntima y remota reminiscencia, vino a mezclarse con aquél. Con gran esfuerzo mental lo rechazó, se concentró en el café, sorbió y la tibieza fue ganándole el cuerpo.

La anciana ya la sentía como una vieja conocida, aunque su parquedad la descolocaba un poco. Le dijo que esta noche podría quedarse allí, en el cuartito preparado para la novia del Braulio. Que el Braulio tenía que ir a buscarla pero… Y así María escuchó la misma historia, oída por Máximo en el bar del poblado. No, no… María prefería instalarse ya. Terminado el café pidió la llave y comenzó a despedirse. Sin embargo, Pilar la acompañó.



El sol vertía sus últimos reflejos sobre las copas de los montes. Ya estaban encendidas las luces de la casa y más allá otras más pequeñas y menos luminosas recortaban pequeños rectángulos en las casas de peones y puesteros.

Deseó el calor del hogar, en la sala, y el calor de Sarita y Pedro, deseó esa paz de la que siempre disfrutaba al alejarse del torbellino de la ciudad.

Al llegar, vio a Pedro en la escalinata, seguramente Sarita, la querida Sarita, lo habría encontrado extraño, y comentado a Pedro su desacostumbrada actitud de la tarde. Bajó de la camioneta cubierta de polvo y el viejo, rápidamente se quitó el sombrero y avanzó hacia él. Se estrecharon las manos y atrajo a Pedro hacia sí y palmeó su espalda. Esos dos seres le inspiraban una ternura infinita.

Entraron; ya estaba la mesa preparada y tras acariciar levemente los cabellos de Sarita, se desplomó en una silla, junto a la mesa. Nunca había aceptado que le sirvan la cena en el comedor. Prefería comer en la cocina con Sara y Pedro.

Cenó en silencio, haciendo un esfuerzo por seguir los comentarios de esos dos ancianos que trataban de ponerlo al tanto de todo lo ocurrido en su ausencia, y contrario a su costumbre de quedarse a leer en la sala, esa noche se retiró temprano.

Sentía un gran cansancio, el cuerpo le dolía, cada hueso parecía a punto de quebrarse, cada músculo parecía punzado por cientos de alfileres. Tomó una ducha caliente . Se metió a la cama y como un chico se arrebujó, disfrutando el calor que el cobertor le prodigaba. Se sobresaltó. No había llamado a su esposa. Tomó el celular. No sabía qué iba a decirle, ni cómo justificaría su demora en comunicarse. La voz del otro lado le produjo una sensación de culpa, como si realmente estuviera en falta, cómo decirle lo que le había ocurrido, como justificar el tiempo pasado, sin que sonara incoherente. Habló sin parar, evitando preguntas. Habló sobre lo bien que se encontraban los caseros y el cariño que le enviaban. Preguntó por los chicos. Reiteró cuánto los amaba y que procuraría regresar antes de lo previsto. Y al cortar lo invadió una desconocida sensación de desamparo, un profundo sentir de lejanía y la culpa, la culpa por algo desconocido, por algo que latía en el ambiente aunque no acertaba a descifrarlo.



María despidió a Pilar en la puerta lateral de la escuelita. Su actitud sumamente amable, pero firme, no dejaba lugar a la insistencia. Entró y luego de atravesar un corto pasillo se encontró con el cuarto recién pintado del que Pilar le hablara. Era pequeño y frío. Sobre la pared del fondo había un pequeño hogar y dentro, ya dispuestos seguramente por Pilar, los leños listos para ser encendidos, sobre el hogar las cerillas y a un costado una buena provisión de leña y un recipiente con combustible. Encendió el hogar sin dificultad y con la vista recorrió el cuarto. Una vez alejado el frío, sería confortable. Tomó la pequeña valija que había dejado sobre la cama y la guardó en uno de los cajones del ropero, se quitó el tapado y lo colgó.

En la alacena encontró bizcochos, café, azúcar y algunos artículos más. Preparó un café. Un sillón tapizado con brocato bordó esperaba junto al hogar. Taza en mano se dejó caer sobre él y aspiró con placer el aroma que manaba del interior de aquélla, comenzó a sorber lentamente, mientras su mirada quedaba presa de los leños encendidos. Poco después tomó una ducha caliente y se sumergió entre las sábanas que olían a lavanda.


                                   Continuará

lunes, 22 de marzo de 2010

La muchacha de la valija verde. 1ra Parte

Imagen tomada de un Blog amigo. Ante cualquier problema, ruego avisar para retirarla de inmediato.


El tren retomó su marcha.

Como si una mano enorme e invisible descorriera el telón que ocultaba el otro lado, se perfiló la silueta, menuda, casi insignificante. La cubría un raído tapado marrón sobre el que caía en cascada, la cabellera renegrida y brillante; calzaba botas también marrones, de grueso tacón.

De espalda no parecía el tipo de mujer que podría interesarle. Sin embargo, algo hacía que su mirada volviera, una y otra vez a ella, de pie en medio del andén desierto, de una estación desierta, en un pueblo casi deshabitado. El rostro levemente inclinado hacia la dirección seguida por el tren.

¿Esperaría a alguien? ¿Escrutaría su mirada la distancia, en busca de un punto de referencia, de una señal que le indicara hacia donde encaminar sus pasos para llegar a destino? ¿Cuál sería su lugar de destino? Resultaba extraño que nadie acudiera a recibirla.

Unas pocas viviendas se agrupaban en torno a la estación, y a la modesta escuela. Más allá el campo se extendía, interrumpida su planicie de distintos verdes y ocres, por la presencia de grupos de árboles, que denotaban la cercanía a ellos de cascos de antiguas estancias, y puestos de las mismas.

Un movimiento de la muchacha interrumpió sus cavilaciones. En efecto, la silueta dio un medio giro quedando de frente al extraño observador. Sus manos se unían en el pecho, acercando los pliegues del abrigo, al tiempo que sostenían una pequeña valija de color verde. Demasiado pequeña para contener el equipaje de alguien que viene a quedarse. El tren sólo pasaba una vez a la semana.

En tanto ella bajaba el terraplén por el estrecho sendero, él descendió de la camioneta y se acercó.

Al verlo junto a ella se estremeció su pecho, dominó con esfuerzo el temblor de sus manos, que oprimían con fuerza la minúscula valija y con la cabeza en alto, sostuvo la mirada oscura de ese hombre.

Sin detenerse rehusó el ofrecimiento de acercarla y evitó dar indicios de su futuro paradero.

Máximo no insistió, regresó al vehículo y lo puso en marcha, pasó lentamente junto a la muchacha, que avanzaba a paso firme por la calle de tierra, perpendicular a las vías. Tras saludarla con un gesto galante, que ella devolvió, aumentó la velocidad y se alejó. Pero no pudo apartar su mirada del espejo retrovisor, hasta que la distancia y el polvo hicieron imposible la visión de ese rostro primero, y de esa silueta después, que inexplicablemente lo inquietaban.



La camioneta avanzó en línea recta unos tres kilómetros, seguida de una cada vez más densa nube de polvo, giró unos metros y atravesó el guardaganado sobre el cual se extendía, en lo alto, un arco de madera prolijamente barnizada en el que podía leerse: Estancia “ La Alameda”. A partir de allí se elevaban, sendas hileras de álamos plateados a los lados del camino, hasta el comienzo del parque, en medio del cual se levantaba imponente, la casa de estilo señorial.

Máximo se apeó frente a la escalinata de mármol, subió de a dos los escalones, en tanto extraía de su bolsillo un manojo de llaves. Hizo sonar por dos veces la aldaba de bronce y sin esperar, abrió la gran puerta y penetró al vestíbulo.

Apenas dio el primer paso, oyó la voz de la casera quien se acercaba presurosa. Se saludaron con familiaridad.

La vieja Sara, le ofreció algo para tomar. La asombró la amable negativa, tras la cual Máximo agradeció. Él mismo se sirvió un poco de wiski y con el vaso en la mano subió a su dormitorio. Sara quedó pensativa, había criado a ese hombre y no era este su comportamiento habitual.

Al llegar a su habitación, se quitó la campera, y la arrojó al sillón. Se sacó las botas y se recostó, la espalda apoyada en el respaldo, las piernas estiradas, una sobre la otra. Su mirada seguía el recorrido del líquido que giraba en el vaso, impulsado por el distraído movimiento de su mano.

¿Qué hacía tirado en esa cama, a poco de llegar, y con tantos asuntos por atender como tenía? ¿Qué lo perturbaba? Era ridículo que la visión de esa pequeña mujercita, lo consternara de este modo. Apenas intercambiar un par de palabras con Sarita había corrido en busca de soledad. ¿Qué tontería era ésta?

Sólo en este punto tuvo conciencia de la dimensión del enigma. Saltó de la cama. ¿Qué hacía él, atisbando el andén desde su camioneta detenida? ¿Cómo llegó allí? ¿Por qué?

Viajaba desde la Capital, hacia ese lugar de la provincia, casi desconocido, a ocuparse de asuntos de “La Alameda”. En sus frecuentes visitas a la estancia, tomaba una bifurcación, separándose así de la ruta central paralela a las vías del ferrocarril. ¿Qué lo había llevado hoy a seguir por ella? ¿Y qué lo detuvo frente a esa estación?

Iba y venía por la habitación, mientras un sinfín de preguntas sin respuestas martillaba su cabeza. Apuró de un trago el contenido del vaso. Se calzó las botas y bajó a prisa. Sin saber a ciencia cierta que buscaba, subió a la camioneta que salió disparada por el sendero del parque, para luego desandar el camino de los álamos. Llegó a la pequeña población, recorrió sus calles lentamente. Los pobladores lo saludaban con respeto, denotando sus expresiones que era tenido en estima. Finalmente entró al bar de ladrillos sin revoque y techo de chapas. Otro acto impensado, incongruente. Otra vez se sintió tonto, ridículo. Dos o tres parroquianos bebían acodados en el mostrador de madera oscura, en tanto otros cuatro despuntaban un truco en una mesa cercana, en medio de voces y fuertes risotadas, que fueron dando paso a un asombrado silencio ante la extraña visita. Ya era tarde para cambiar el rumbo. Saludó y obtuvo respuesta de estos hombres que ya se habían despojado de sus sombreros y gorras. Aceptó el trago y el cigarrillo que le ofrecieron y acodado él también a ese mostrador se sintió como un niño perdido e indefenso.

Escuchó comentarios sobre la falta de agua en la estancia “Los mirasoles”, que con tanta sequía se habían quedado sin reservas. Que entre el ganado de “Las Marías” se había iniciado un brote de una enfermedad de la que no sabían “como se llamaba” y que los veterinarios estaban viendo de qué se trataba. Que ¡Pobre Don Zenón!, el esposo de la casera de la escuelita, anoche se descompuso y el Braulio tuvo que ir a todo galope hasta el pueblo vecino a buscar al médico. Porque el de acá, se volvió a la ciudad y todavía no mandaron otro, tampoco mandaron todavía maestra ¡Y los chicos sin poder ir a la escuela! ¡Y qué justo! Que el Braulio tenía que ir a buscar a su novia a Puente Negro. Si, porque se casorea nomás, el sábado. Si, ¡Y qué farra prepararon! Les prestan el galpón de la peonada, en “La Margarita”. Pero ahora, con esto de Don Zenón…
                         Continuará
                                                                                                  Julia Cerles



sábado, 5 de diciembre de 2009

El rito


El rito

                              “Los ritos son necesarios”
                                                       A. de Saint Exupery. “El principito”

          La casa paterna, aquella de mi primera infancia, estaba precedida por un jardín. En él, mi madre, haciendo caso omiso a toda preceptiva paisajista, cultivaba en heterodoxa amalgama, desde las rosas presumidas hasta las humildes violetas, que, ocultas entre hojas y tallos, exhalaban su aroma desde el anonimato. El resultado era un estallido de colores y un aroma no logrado por los más expertos especialistas franceses.

          Detrás de la casa y hasta la calle paralela a la del frente, se extendía el huerto de mi padre. Allí se daban cita, dispuestos en perfectas hileras, manzanos, durazneros, ciruelos, damascos, pelones y cítricos; no faltaban las higueras de ramas retorcidas y grises, ni el coposo nogal, bajo cuya sombra solía extasiarme en la contemplación de tanta belleza, mientras oía la letanía monótona del molino y el agua al caer al tanque australiano.

           Mis hermanos y yo podíamos servirnos a gusto, de cualquiera de estas frutas. Pero había en el huerto una fruta prohibida, nuestra manzana de Adán.

           Sobre el costado izquierdo, indolentes, extendían sus brazos al sol, las sandías. Las había de corazón rojo o amarillo; redondas o alargadas; de piel verde claro, verde oscuro o rayadas.

          Nos estaba prohibido tocar esta fruta.

          Cada día apenas levantarse de la siesta mi padre, mis hermanos y yo ocupábamos nuestros lugares en la galería, bajo la techumbre formada por la madreselva. Sentados en semicírculo sobre el suelo, con las piernas cruzadas, aguardábamos expectantes. Mi madre ocupaba una silla frente a nosotros y disponía una segunda, a su lado, que luego ocuparía mi padre. En conjunto conformábamos una suerte de rueda tribal a la espera de la ceremonia del sacrificio. Entonces entraba mi padre portando una gran sandía, previamente envuelta en arpilleras mojadas, y una cuchilla que ante mí tomaba dimensiones inusitadas. Era como ver al sumo sacerdote trayendo en brazos a la doncella más hermosa, destinada a los dioses.

         Mi padre tomaba asiento, completando así el círculo. Hundía la cuchilla en la sandía, partiéndola en dos mitades; luego iba cortando medias lunas y con una parcimonia, para nosotros exasperante, quitaba una a una las semillas e iba entregando las tajadas a cada uno de nosotros.

          Muchos años después y de esto hace algún tiempo, he repetido el rito familiar con mis hijos. Sólo que en lugar de cultivar la sandía, la compraba; en lugar de enfriarla con bolsas mojadas, la ponía durante algunas horas en la heladera; en lugar de ocupar una silla, yo también me sentaba en el suelo.

          Indescriptible lo que sentía al contemplar los rostros de mis hijos, sentados frente a mí, bajo el pino. Ver extender sus brazos para alcanzar el fruto y asirlo con sus pequeños dedos. Me demoraba contemplando cada uno de sus gestos, al punto que solían preguntar: ¿“Mami, no comés”? y yo, sin responder para no romper en llanto, cortaba mi rodaja y comía sin apartar mi vista, de la sangre roja de la sandía deslizándose desde la comisura de la boca de mis hijos.

         ¿Sensiblería tal vez? Pero no me arrepiento. En la repetición de este acto, recuperaba el huerto, la magia, el sabor… el sabor de la sandía… el sabor de la infancia.

                                                                                                                                             Julia Cerles




martes, 24 de noviembre de 2009

Entre la noche y el día






Obra de: Emile Munier


Entre la noche y el día, en esta hora en que el silencio afable me retiene en vigilia, por placer, me interno en mí. Más allá del cristal, una luna color manteca demora su partida, ensimismada en la contemplación de los primeros rosas de la aurora. Me hundo en océanos de sentires antiguos y otros nuevecitos y relucientes pequeñas briznas que crecen lozanas a mi abrigo.


Respiro profunda y lentamente, el olor cotidiano, el de mi casa, se mezcla con el aroma del parque que entra a través de mi ventana, abierta de par en par; me penetran y producen en mí una sensación de placer infinito. Siento que mi corazón late al unísono con el corazón del Universo. Dejo que mis pensamientos vaguen libremente, no retengo ni busco ninguno, hasta que desaparecen. Continúo mi viaje adentrándome en mis rincones más ocultos. El cuerpo parece perder sus fronteras, se hunde suavemente.

Me siento liviana, me elevo más y más. Quiero abrir en toda su longitud mis brazos, alzar la cabeza, para sentir con mayor intensidad el aire golpeando mi rostro y mi pecho. Pero no encuentro mis brazos, no siento mi cabeza. Busco mis piernas, no tengo; no tengo cuerpo.

Entonces comprendo que he muerto.

Puedo pensar. Pienso en mi hija. Me necesita. No quiero abandonarla. No quiero darle este dolor. Quiero volver. Quiero mi cuerpo, mi balcón, mis libros, mis poemas, mis amigos, la gente a la que amo. No, no estoy dispuesta a lastimar a los que amo, sobre todo a mi hija… Quiero regresar y algo me atrae, una fuerza me arrastra a un mundo que vislumbro desde mi ser sin ojos. Un mundo de color desde el que me llegan sensaciones jamás experimentadas.

Y la verdad se muestra ante mí desnuda y clara como el más luminoso mediodía.

La verdad se revela sin piedad, sin disfraces. Este dolor es el mismo que sintiera al perder a mis seres más queridos. El mismo que tal vez sintieron ellos al alejarse. El mismo que sentirá mi hija al encontrar mi cuerpo sin vida. Este dolor es por mí y no por los que quedan. Aquel dolor fue por mí y no por los que marcharon antes de mí.

Ya no me resisto. Me entrego blandamente, amorosamente. Siento infinitas presencias, sin nombres, sin formas. De todos me llega el amor, el amor más puro que jamás he dado ni recibido. Soy amor. Somos uno y a la vez somos nube y árbol y piedra y río y tierra, amorfos, intangibles. Me muevo entre colores nunca imaginados y sonidos indescifrables pero suaves y armónicos. Soy plenitud.

Algo me roza, escucho una risa lejana, fresca, cristalina, otro roce.

Abro los ojos apenas, temo que todo haya sido un sueño. Una mano pequeñita y blanca me acerca un juguete. Elevo los párpados. Mi nieta coloca sobre mi cama las pantuflas, me toma de la mano y tira de ella mientras dice sonriendo: “mamos”(vamos). La beso y salgo de la cama, en pijama y descalza. Me arrastra hacia el balcón y con gestos y su particular forma de decir, requiere: “abo” (abrí), y lo hago. Salimos y como cada mañana, desde que en mi balcón hay huéspedes, observamos el nido de palomas.

Ya es más de media mañana. El día esplende. Me siento plena.

                                                                                                                          Julia Cerles



martes, 17 de noviembre de 2009

Quitarse la mortaja



Contaba nueve años. La imagino de mejillas regordetas y ojos tristes. Sus padres habían cruzado el mar en pos de un futuro venturoso. Dejaban la aldea natal, las verdes colinas de su España, tierra donde nacieron, crecieron, se encontraron, se amaron y procrearon sus primeros hijos. Traían la voluntad, los brazos jóvenes y fuertes, adiestrados en el trabajo. Traían la esperanza y dos hijos. Luego llegó a este mundo la niña de mi historia, bajo este nuevo cielo, sobre este nuevo verde enmarcado por sierras bajas y cálidas.


Contaba nueve años. El golpe, brutal, la derribó, su cabeza dio contra una de las columnas de ese patio de mármol de la imponente casa. Todo giró en torno. Desfilaron ante sus ojos cerrados, el rostro de la madre, los brazos musculosos de su padre, elevándola hasta encontrarse frente a frente su rostro con el suyo, riendo felices en el encuentro al fin de la jornada; el perro, sus hermanos, los malvones del patio y más allá el campo, con su sábana verde y fragante extendida amorosamente sobre esa bendita tierra de esperanza.

Contaba nueve años, su abrigo era la orfandad gélida y cruda.

Una vez al mes, su padre, se alejaba del hogar en su carro tirado por el fiel percherón, rumbo al poblado donde entregaba el producto de su trabajo y adquiría lo necesario para su hogar. Regresaba por la noche, cargado de dulces y regalos para su mujer y los niños.

La noche lucía su manto de azul más profundo y aquilatada pedrería, la brisa traía en su seno misturas silvestres que en la casa se mezclaban con el olor a leños encendidos y pan recién horneado. El relincho del caballo anunció el ansiado regreso, desatando como siempre, la algarabía de la familia ante la proximidad de las maravillas provenientes del pueblo. La esposa salió a su encuentro, también como siempre.

Pero la realidad de esa noche fue distinta, los dulces y presentes debieron aguardar en sus cajas, los gritos expectantes de los chicos se congelaron en una mueca de estupor e incredulidad. La mujer bajó del carro el cuerpo sin vida de su esposo.

Al poco tiempo la madre de la niña de mi historia, había perdido la tierra, la vivienda y la salud. Y se apagó como una estrella dejando el destello de su luz a la que solemos pedir algún deseo.

Despertó poco después vistiendo una blusa de seda tan suave que lastimaba su piel no acostumbrada a esos mimos, en una ancha cama con baldaquines que sostenían blanquísimos tules, entre sábanas impolutas de las que se desprendía una exquisita fragancia. Sintió que eso era la muerte. Esa blusa ajena era una mortaja, la cama era una nube mullida y blanda, fresca y reconfortante; el aroma era el de rosas que dicen se percibe ante la cercanía de la Virgen.

Una voz varonil, no habitual en aquella casa habitada por mujeres, la volvió a la realidad, y el terror la invadió al escuchar la otra voz, la de su patrona, la de aquella mujer que haciendo gala de generosidad la había recogido al quedar huérfana, aquella mujer que la alimentaba de sobras y ante alguna desobediencia, la hacía dormir sobre el piso de mármol. La misma mujer que le había asestado tremendo golpe porque no obedeció la orden de ir corriendo a hacer un mandado y volver del mismo modo. Esa mujer relataba al médico una historia inventada para explicar el accidente sufrido por su protegida.

Tenía nueve años. Cerró fuerte los ojos y deseó, con toda la intensidad de que su alma era capaz, desaparecer. El sonido acompasado y firme de un fuerte galope hizo temblar la habitación, tintinearon los caireles de las lujosas lámparas, las ventanas se abrieron de par en par y en medio de un flamear de cortinas, un viento huracanado arrasó con todo lo allí existente y elevó a la niña al tiempo que emergía de entre las nubes un caballo blanco, imponente en su belleza, ancho, rotundo, de larga cola y voluptuosas crines al viento. Sobre su lomo contundente, cálido, cabalgó y cabalgó, desplegados al aire el cabello y su risa. De un tirón arrancó de su cuerpo la blusa-mortaja y la arrojó con fuerza, lejos de sí. Con los brazos abiertos como alas y la cabeza hacia atrás, queriendo beberse todo el aire que aspiraba por la boca y por los poros, la vio elevarse dibujando caprichosos arabescos para luego descender lentamente hasta un manchón oscuro y distante.
                                                                                                                                     
                                                                                                                               Julia Cerles


Nota: La niña de esta historia fue mi madre. Sólo el final es producto de mi imaginación, el resto y más es real. Mi madre vivió ochenta y dos años. Crió un puñado de hijos, colaboró en la crianza de muchos nietos y conoció a algunos biznietos. Después de cincuenta y dos años de matrimonio, enviudó y se casó nuevamente a los setenta años. Vivió el resto de su vida acompañada, cultivando rosas y frutillas y alimentando palomas. ¡A mí me parece genial!