Máximo llegó a la Alameda donde Sara y Pedro lo esperaban para almorzar. Luego del almuerzo desechó la acostumbrada siesta, como si temiera una nueva pesadilla. Llamó a su esposa, y la charla con ella y sus hijos le devolvió un poco de la tranquilidad que inexplicablemente había perdido. Tomó un libro y se sentó a leer frente al hogar. Así transcurrió la tarde entre lectura y una larga conversación con el administrador de la estancia. Por último hizo ensillar su caballo preferido y se dedicó a practicar salto. La actividad y el aire fresco hicieron, que regresara a la casa el Máximo afable y dicharachero de siempre. Tras la cena, jugó a las cartas con Pedro y por último se retiró a su dormitorio con la paz de un niño. No le fue difícil conciliar el sueño.
A medianoche, fuertes golpes de aldaba despertaron a todos los habitantes de la casa. Estaban en llamas los campos de “Los Mirasoles”. Salió apresurado, sin aceptar que Pedro lo acompañara, amaba demasiado a ese hombre de edad ya avanzada y no permitiría que se exponga.
Cuando llegó, una multitud de hombres de su estancia y las vecinas, cavaban para impedir el avance de las llamas, en tanto aguardaban la llegada de bomberos de la ciudad más cercana. Tras divisar al dueño de “Los Mirasoles”, Máximo encaminó sus pasos hacia él, pero de inmediato quedó literalmente clavado en el lugar. A pocos metros suyos y como salida de la nada se encontraba la maestra recién llegada al pueblo.
Aquella muchacha insignificante, que sin saber cómo había estado observando en la estación, en la estación a la que no sabía por qué había ido. La muchacha a la que luego encontrara en la puerta de Pilar, aquélla que había llegado para hacerse cargo de la escuela. Esa misma que lo trastornara, sin entender por qué. ¿Qué hacía allí con su tapado marrón? Y… ¡La pequeña valija verde!
Quería preguntar, decirle que se aleje de allí. Ahora su desasosiego inicial iba convirtiéndose en ira, una ira por él desconocida, una ira morbosa. Pero la visión de la muchacha, no sólo lo había inmovilizado sino también enmudecido.
María lo miraba fijamente, con una mirada indescifrable. Simplemente, lo miraba fijamente, pero como desde lejos.
En la percepción de Máximo, todo había desaparecido. Sólo eran él y esta extraña muchacha. Comenzó a sentir que su cuerpo giraba lentamente. Un nuevo paisaje se abría a sus ojos. Una multitud oscura, amarronada, se movía ante él; gritos estremecedores, lamentos… Un calor intenso iba envolviéndolo. Los ojos de la muchacha mirándolo fijamente, tomaban dimensiones fantasmagóricas. Las llamas se alzaban ante él, un olor acre llenaba el aire denso, y en sus oídos resonaba el grito de la turba: ¡Brujas! ¡Brujas! ¡El fuego las purificará! En sus oídos retumbaban las risas de los verdugos. ¡Su propia risa!
Ahora la mirada de la muchacha ya no era apacible, había terror en ella, mientras en un denodado esfuerzo lograba despojarlo de la capucha, al tiempo que, con un grito desgarrador caía empujada por él a las llamas de la hoguera.
Máximo contempló una vez más a la muchacha que lo miraba fija y apaciblemente, dio un medio giro y se encaminó como un autómata hacia las llamas que devoraban el campo reseco. Se perdió entre los rojos y naranjas mientras oía las voces que gritaban, ¡El fuego te purificará! ¡El fuego te purificará!
El día amaneció límpido y frío. El sol ponía brillos sobre la hierba y las copas de los árboles… En un sector de “Los Mirasoles”, se destacaba un manchón oscuro, a pocos metros de éste, unos peones encontraron una extraña capucha negra, como de verdugo… y un poco más allá… abierta y vacía, una pequeña valija verde.
Julia Cerles