sábado, 5 de diciembre de 2009

El rito


El rito

                              “Los ritos son necesarios”
                                                       A. de Saint Exupery. “El principito”

          La casa paterna, aquella de mi primera infancia, estaba precedida por un jardín. En él, mi madre, haciendo caso omiso a toda preceptiva paisajista, cultivaba en heterodoxa amalgama, desde las rosas presumidas hasta las humildes violetas, que, ocultas entre hojas y tallos, exhalaban su aroma desde el anonimato. El resultado era un estallido de colores y un aroma no logrado por los más expertos especialistas franceses.

          Detrás de la casa y hasta la calle paralela a la del frente, se extendía el huerto de mi padre. Allí se daban cita, dispuestos en perfectas hileras, manzanos, durazneros, ciruelos, damascos, pelones y cítricos; no faltaban las higueras de ramas retorcidas y grises, ni el coposo nogal, bajo cuya sombra solía extasiarme en la contemplación de tanta belleza, mientras oía la letanía monótona del molino y el agua al caer al tanque australiano.

           Mis hermanos y yo podíamos servirnos a gusto, de cualquiera de estas frutas. Pero había en el huerto una fruta prohibida, nuestra manzana de Adán.

           Sobre el costado izquierdo, indolentes, extendían sus brazos al sol, las sandías. Las había de corazón rojo o amarillo; redondas o alargadas; de piel verde claro, verde oscuro o rayadas.

          Nos estaba prohibido tocar esta fruta.

          Cada día apenas levantarse de la siesta mi padre, mis hermanos y yo ocupábamos nuestros lugares en la galería, bajo la techumbre formada por la madreselva. Sentados en semicírculo sobre el suelo, con las piernas cruzadas, aguardábamos expectantes. Mi madre ocupaba una silla frente a nosotros y disponía una segunda, a su lado, que luego ocuparía mi padre. En conjunto conformábamos una suerte de rueda tribal a la espera de la ceremonia del sacrificio. Entonces entraba mi padre portando una gran sandía, previamente envuelta en arpilleras mojadas, y una cuchilla que ante mí tomaba dimensiones inusitadas. Era como ver al sumo sacerdote trayendo en brazos a la doncella más hermosa, destinada a los dioses.

         Mi padre tomaba asiento, completando así el círculo. Hundía la cuchilla en la sandía, partiéndola en dos mitades; luego iba cortando medias lunas y con una parcimonia, para nosotros exasperante, quitaba una a una las semillas e iba entregando las tajadas a cada uno de nosotros.

          Muchos años después y de esto hace algún tiempo, he repetido el rito familiar con mis hijos. Sólo que en lugar de cultivar la sandía, la compraba; en lugar de enfriarla con bolsas mojadas, la ponía durante algunas horas en la heladera; en lugar de ocupar una silla, yo también me sentaba en el suelo.

          Indescriptible lo que sentía al contemplar los rostros de mis hijos, sentados frente a mí, bajo el pino. Ver extender sus brazos para alcanzar el fruto y asirlo con sus pequeños dedos. Me demoraba contemplando cada uno de sus gestos, al punto que solían preguntar: ¿“Mami, no comés”? y yo, sin responder para no romper en llanto, cortaba mi rodaja y comía sin apartar mi vista, de la sangre roja de la sandía deslizándose desde la comisura de la boca de mis hijos.

         ¿Sensiblería tal vez? Pero no me arrepiento. En la repetición de este acto, recuperaba el huerto, la magia, el sabor… el sabor de la sandía… el sabor de la infancia.

                                                                                                                                             Julia Cerles