domingo, 28 de marzo de 2010

La muchacha de la valija verde 2da Parte


Dos golpes discretos en la puerta de la humilde casa, distrajeron a la anciana de su tarea. Se dirigió hacia la entrada, en tanto en un gesto de impensada coquetería, enroscaba hasta la cintura, el impecable delantal de fondo blanco sobre el que se esparcían pequeñas flores rojas. Al llegar a la puerta, en un último intento en favor de su aspecto, mientras con la mano izquierda sostenía el delantal enrollado, con la derecha acomodaba el encanecido cabello. Abrió y empalideció su rostro, su mano dejó caer el delantal. ¡Lo había olvidado!

María Céspedes- dijo la muchacha con toda serenidad y extendió la mano que la mano temblorosa de la anciana apenas sostuvo. El nombre pronunciado confirmó su sospecha. Se hizo a un lado, dejando libre la puerta al tiempo que la invitaba pasar y ensayaba disculpas. El Zenón no había podido ir a esperarla por hallarse enfermo y ella, con el susto del malestar repentino había olvidado decirle al Braulio que lo hiciera. ¡Cómo pudo pasarle esto! Pero su equipaje había sido recibido la semana anterior y ya estaba todo ordenado en su cuarto. Era un cuarto muy humilde, pero tenía una estufa, y ella había colocado unas carpetitas bordadas para que esté más lindo y el Zenón había pintado las paredes para que lo encuentre más prolijo.

Era un torbellino de palabras, un constante alear sus manos, mientras volvía a la cocina, seguida por la muchacha. La amplia sonrisa de María y su mirada condescendiente la tranquilizaron. Entonces recién pudo pedirle que se siente y ofrecerle café, que María aceptó de buen grado. Sentía frío. El frío intenso de ese lugar ventoso y el frío provocado por la cálida mirada de Máximo. Tomó el tazón con ambas manos y lo retuvo un momento disfrutando el calor que prodigaba a sus manos heladas. Percibió el olor exquisito y otro olor, no sabía de qué íntima y remota reminiscencia, vino a mezclarse con aquél. Con gran esfuerzo mental lo rechazó, se concentró en el café, sorbió y la tibieza fue ganándole el cuerpo.

La anciana ya la sentía como una vieja conocida, aunque su parquedad la descolocaba un poco. Le dijo que esta noche podría quedarse allí, en el cuartito preparado para la novia del Braulio. Que el Braulio tenía que ir a buscarla pero… Y así María escuchó la misma historia, oída por Máximo en el bar del poblado. No, no… María prefería instalarse ya. Terminado el café pidió la llave y comenzó a despedirse. Sin embargo, Pilar la acompañó.



El sol vertía sus últimos reflejos sobre las copas de los montes. Ya estaban encendidas las luces de la casa y más allá otras más pequeñas y menos luminosas recortaban pequeños rectángulos en las casas de peones y puesteros.

Deseó el calor del hogar, en la sala, y el calor de Sarita y Pedro, deseó esa paz de la que siempre disfrutaba al alejarse del torbellino de la ciudad.

Al llegar, vio a Pedro en la escalinata, seguramente Sarita, la querida Sarita, lo habría encontrado extraño, y comentado a Pedro su desacostumbrada actitud de la tarde. Bajó de la camioneta cubierta de polvo y el viejo, rápidamente se quitó el sombrero y avanzó hacia él. Se estrecharon las manos y atrajo a Pedro hacia sí y palmeó su espalda. Esos dos seres le inspiraban una ternura infinita.

Entraron; ya estaba la mesa preparada y tras acariciar levemente los cabellos de Sarita, se desplomó en una silla, junto a la mesa. Nunca había aceptado que le sirvan la cena en el comedor. Prefería comer en la cocina con Sara y Pedro.

Cenó en silencio, haciendo un esfuerzo por seguir los comentarios de esos dos ancianos que trataban de ponerlo al tanto de todo lo ocurrido en su ausencia, y contrario a su costumbre de quedarse a leer en la sala, esa noche se retiró temprano.

Sentía un gran cansancio, el cuerpo le dolía, cada hueso parecía a punto de quebrarse, cada músculo parecía punzado por cientos de alfileres. Tomó una ducha caliente . Se metió a la cama y como un chico se arrebujó, disfrutando el calor que el cobertor le prodigaba. Se sobresaltó. No había llamado a su esposa. Tomó el celular. No sabía qué iba a decirle, ni cómo justificaría su demora en comunicarse. La voz del otro lado le produjo una sensación de culpa, como si realmente estuviera en falta, cómo decirle lo que le había ocurrido, como justificar el tiempo pasado, sin que sonara incoherente. Habló sin parar, evitando preguntas. Habló sobre lo bien que se encontraban los caseros y el cariño que le enviaban. Preguntó por los chicos. Reiteró cuánto los amaba y que procuraría regresar antes de lo previsto. Y al cortar lo invadió una desconocida sensación de desamparo, un profundo sentir de lejanía y la culpa, la culpa por algo desconocido, por algo que latía en el ambiente aunque no acertaba a descifrarlo.



María despidió a Pilar en la puerta lateral de la escuelita. Su actitud sumamente amable, pero firme, no dejaba lugar a la insistencia. Entró y luego de atravesar un corto pasillo se encontró con el cuarto recién pintado del que Pilar le hablara. Era pequeño y frío. Sobre la pared del fondo había un pequeño hogar y dentro, ya dispuestos seguramente por Pilar, los leños listos para ser encendidos, sobre el hogar las cerillas y a un costado una buena provisión de leña y un recipiente con combustible. Encendió el hogar sin dificultad y con la vista recorrió el cuarto. Una vez alejado el frío, sería confortable. Tomó la pequeña valija que había dejado sobre la cama y la guardó en uno de los cajones del ropero, se quitó el tapado y lo colgó.

En la alacena encontró bizcochos, café, azúcar y algunos artículos más. Preparó un café. Un sillón tapizado con brocato bordó esperaba junto al hogar. Taza en mano se dejó caer sobre él y aspiró con placer el aroma que manaba del interior de aquélla, comenzó a sorber lentamente, mientras su mirada quedaba presa de los leños encendidos. Poco después tomó una ducha caliente y se sumergió entre las sábanas que olían a lavanda.


                                   Continuará

lunes, 22 de marzo de 2010

La muchacha de la valija verde. 1ra Parte

Imagen tomada de un Blog amigo. Ante cualquier problema, ruego avisar para retirarla de inmediato.


El tren retomó su marcha.

Como si una mano enorme e invisible descorriera el telón que ocultaba el otro lado, se perfiló la silueta, menuda, casi insignificante. La cubría un raído tapado marrón sobre el que caía en cascada, la cabellera renegrida y brillante; calzaba botas también marrones, de grueso tacón.

De espalda no parecía el tipo de mujer que podría interesarle. Sin embargo, algo hacía que su mirada volviera, una y otra vez a ella, de pie en medio del andén desierto, de una estación desierta, en un pueblo casi deshabitado. El rostro levemente inclinado hacia la dirección seguida por el tren.

¿Esperaría a alguien? ¿Escrutaría su mirada la distancia, en busca de un punto de referencia, de una señal que le indicara hacia donde encaminar sus pasos para llegar a destino? ¿Cuál sería su lugar de destino? Resultaba extraño que nadie acudiera a recibirla.

Unas pocas viviendas se agrupaban en torno a la estación, y a la modesta escuela. Más allá el campo se extendía, interrumpida su planicie de distintos verdes y ocres, por la presencia de grupos de árboles, que denotaban la cercanía a ellos de cascos de antiguas estancias, y puestos de las mismas.

Un movimiento de la muchacha interrumpió sus cavilaciones. En efecto, la silueta dio un medio giro quedando de frente al extraño observador. Sus manos se unían en el pecho, acercando los pliegues del abrigo, al tiempo que sostenían una pequeña valija de color verde. Demasiado pequeña para contener el equipaje de alguien que viene a quedarse. El tren sólo pasaba una vez a la semana.

En tanto ella bajaba el terraplén por el estrecho sendero, él descendió de la camioneta y se acercó.

Al verlo junto a ella se estremeció su pecho, dominó con esfuerzo el temblor de sus manos, que oprimían con fuerza la minúscula valija y con la cabeza en alto, sostuvo la mirada oscura de ese hombre.

Sin detenerse rehusó el ofrecimiento de acercarla y evitó dar indicios de su futuro paradero.

Máximo no insistió, regresó al vehículo y lo puso en marcha, pasó lentamente junto a la muchacha, que avanzaba a paso firme por la calle de tierra, perpendicular a las vías. Tras saludarla con un gesto galante, que ella devolvió, aumentó la velocidad y se alejó. Pero no pudo apartar su mirada del espejo retrovisor, hasta que la distancia y el polvo hicieron imposible la visión de ese rostro primero, y de esa silueta después, que inexplicablemente lo inquietaban.



La camioneta avanzó en línea recta unos tres kilómetros, seguida de una cada vez más densa nube de polvo, giró unos metros y atravesó el guardaganado sobre el cual se extendía, en lo alto, un arco de madera prolijamente barnizada en el que podía leerse: Estancia “ La Alameda”. A partir de allí se elevaban, sendas hileras de álamos plateados a los lados del camino, hasta el comienzo del parque, en medio del cual se levantaba imponente, la casa de estilo señorial.

Máximo se apeó frente a la escalinata de mármol, subió de a dos los escalones, en tanto extraía de su bolsillo un manojo de llaves. Hizo sonar por dos veces la aldaba de bronce y sin esperar, abrió la gran puerta y penetró al vestíbulo.

Apenas dio el primer paso, oyó la voz de la casera quien se acercaba presurosa. Se saludaron con familiaridad.

La vieja Sara, le ofreció algo para tomar. La asombró la amable negativa, tras la cual Máximo agradeció. Él mismo se sirvió un poco de wiski y con el vaso en la mano subió a su dormitorio. Sara quedó pensativa, había criado a ese hombre y no era este su comportamiento habitual.

Al llegar a su habitación, se quitó la campera, y la arrojó al sillón. Se sacó las botas y se recostó, la espalda apoyada en el respaldo, las piernas estiradas, una sobre la otra. Su mirada seguía el recorrido del líquido que giraba en el vaso, impulsado por el distraído movimiento de su mano.

¿Qué hacía tirado en esa cama, a poco de llegar, y con tantos asuntos por atender como tenía? ¿Qué lo perturbaba? Era ridículo que la visión de esa pequeña mujercita, lo consternara de este modo. Apenas intercambiar un par de palabras con Sarita había corrido en busca de soledad. ¿Qué tontería era ésta?

Sólo en este punto tuvo conciencia de la dimensión del enigma. Saltó de la cama. ¿Qué hacía él, atisbando el andén desde su camioneta detenida? ¿Cómo llegó allí? ¿Por qué?

Viajaba desde la Capital, hacia ese lugar de la provincia, casi desconocido, a ocuparse de asuntos de “La Alameda”. En sus frecuentes visitas a la estancia, tomaba una bifurcación, separándose así de la ruta central paralela a las vías del ferrocarril. ¿Qué lo había llevado hoy a seguir por ella? ¿Y qué lo detuvo frente a esa estación?

Iba y venía por la habitación, mientras un sinfín de preguntas sin respuestas martillaba su cabeza. Apuró de un trago el contenido del vaso. Se calzó las botas y bajó a prisa. Sin saber a ciencia cierta que buscaba, subió a la camioneta que salió disparada por el sendero del parque, para luego desandar el camino de los álamos. Llegó a la pequeña población, recorrió sus calles lentamente. Los pobladores lo saludaban con respeto, denotando sus expresiones que era tenido en estima. Finalmente entró al bar de ladrillos sin revoque y techo de chapas. Otro acto impensado, incongruente. Otra vez se sintió tonto, ridículo. Dos o tres parroquianos bebían acodados en el mostrador de madera oscura, en tanto otros cuatro despuntaban un truco en una mesa cercana, en medio de voces y fuertes risotadas, que fueron dando paso a un asombrado silencio ante la extraña visita. Ya era tarde para cambiar el rumbo. Saludó y obtuvo respuesta de estos hombres que ya se habían despojado de sus sombreros y gorras. Aceptó el trago y el cigarrillo que le ofrecieron y acodado él también a ese mostrador se sintió como un niño perdido e indefenso.

Escuchó comentarios sobre la falta de agua en la estancia “Los mirasoles”, que con tanta sequía se habían quedado sin reservas. Que entre el ganado de “Las Marías” se había iniciado un brote de una enfermedad de la que no sabían “como se llamaba” y que los veterinarios estaban viendo de qué se trataba. Que ¡Pobre Don Zenón!, el esposo de la casera de la escuelita, anoche se descompuso y el Braulio tuvo que ir a todo galope hasta el pueblo vecino a buscar al médico. Porque el de acá, se volvió a la ciudad y todavía no mandaron otro, tampoco mandaron todavía maestra ¡Y los chicos sin poder ir a la escuela! ¡Y qué justo! Que el Braulio tenía que ir a buscar a su novia a Puente Negro. Si, porque se casorea nomás, el sábado. Si, ¡Y qué farra prepararon! Les prestan el galpón de la peonada, en “La Margarita”. Pero ahora, con esto de Don Zenón…
                         Continuará
                                                                                                  Julia Cerles