miércoles, 14 de abril de 2010

La muchacha de la valija verde- Última parte


Máximo llegó a la Alameda donde Sara y Pedro lo esperaban para almorzar. Luego del almuerzo desechó la acostumbrada siesta, como si temiera una nueva pesadilla. Llamó a su esposa, y la charla con ella y sus hijos le devolvió un poco de la tranquilidad que inexplicablemente había perdido. Tomó un libro y se sentó a leer frente al hogar. Así transcurrió la tarde entre lectura y una larga conversación con el administrador de la estancia. Por último hizo ensillar su caballo preferido y se dedicó a practicar salto. La actividad y el aire fresco hicieron, que regresara a la casa el Máximo afable y dicharachero de siempre. Tras la cena, jugó a las cartas con Pedro y por último se retiró a su dormitorio con la paz de un niño. No le fue difícil conciliar el sueño.





A medianoche, fuertes golpes de aldaba despertaron a todos los habitantes de la casa. Estaban en llamas los campos de “Los Mirasoles”. Salió apresurado, sin aceptar que Pedro lo acompañara, amaba demasiado a ese hombre de edad ya avanzada y no permitiría que se exponga.

Cuando llegó, una multitud de hombres de su estancia y las vecinas, cavaban para impedir el avance de las llamas, en tanto aguardaban la llegada de bomberos de la ciudad más cercana. Tras divisar al dueño de “Los Mirasoles”, Máximo encaminó sus pasos hacia él, pero de inmediato quedó literalmente clavado en el lugar. A pocos metros suyos y como salida de la nada se encontraba la maestra recién llegada al pueblo.

Aquella muchacha insignificante, que sin saber cómo había estado observando en la estación, en la estación a la que no sabía por qué había ido. La muchacha a la que luego encontrara en la puerta de Pilar, aquélla que había llegado para hacerse cargo de la escuela. Esa misma que lo trastornara, sin entender por qué. ¿Qué hacía allí con su tapado marrón? Y… ¡La pequeña valija verde!

Quería preguntar, decirle que se aleje de allí. Ahora su desasosiego inicial iba convirtiéndose en ira, una ira por él desconocida, una ira morbosa. Pero la visión de la muchacha, no sólo lo había inmovilizado sino también enmudecido.

María lo miraba fijamente, con una mirada indescifrable. Simplemente, lo miraba fijamente, pero como desde lejos.



En la percepción de Máximo, todo había desaparecido. Sólo eran él y esta extraña muchacha. Comenzó a sentir que su cuerpo giraba lentamente. Un nuevo paisaje se abría a sus ojos. Una multitud oscura, amarronada, se movía ante él; gritos estremecedores, lamentos… Un calor intenso iba envolviéndolo. Los ojos de la muchacha mirándolo fijamente, tomaban dimensiones fantasmagóricas. Las llamas se alzaban ante él, un olor acre llenaba el aire denso, y en sus oídos resonaba el grito de la turba: ¡Brujas! ¡Brujas! ¡El fuego las purificará! En sus oídos retumbaban las risas de los verdugos. ¡Su propia risa!

Ahora la mirada de la muchacha ya no era apacible, había terror en ella, mientras en un denodado esfuerzo lograba despojarlo de la capucha, al tiempo que, con un grito desgarrador caía empujada por él a las llamas de la hoguera.

Máximo contempló una vez más a la muchacha que lo miraba fija y apaciblemente, dio un medio giro y se encaminó como un autómata hacia las llamas que devoraban el campo reseco. Se perdió entre los rojos y naranjas mientras oía las voces que gritaban, ¡El fuego te purificará! ¡El fuego te purificará!



El día amaneció límpido y frío. El sol ponía brillos sobre la hierba y las copas de los árboles… En un sector de “Los Mirasoles”, se destacaba un manchón oscuro, a pocos metros de éste, unos peones encontraron una extraña capucha negra, como de verdugo… y un poco más allá… abierta y vacía, una pequeña valija verde.



                                                                                                                                     Julia Cerles


viernes, 9 de abril de 2010

La muchacha de la valija verde 3ª Parte


Comenzaba a despuntar el alba cuando Máximo despertó sobresaltado. Gruesas gotas de sudor bañaban su cuerpo y un inexplicable temblor lo recorría. De inmediato entró en un profundo sopor… Ante él desfilaban figuras borrosas, una multitud de seres imprecisos, desdibujados por una densa bruma. Gritos desgarradores lo devolvieron a la vigilia. Comenzó a vestirse lentamente. Indudablemente, he tenido una pesadilla - pensó- y bajó a desayunar.

Durante el desayuno no pudo concentrarse en la conversación de Sarita. Respondió con monosílabos e interjecciones medianamente coherentes. Sólo deseaba huir de la presencia de esta mujercita, como si temiera descubriera algún oscuro secreto. Su desconcierto crecía minuto a minuto pues era consciente de estas sensaciones, pero ignoraba la razón por la que se sentía así. Apuró el último trago de café y salió rápidamente, recorrería el campo y hablaría con los puesteros.



María había descansado plácidamente. Despertó temprano con la sensación de quien ve próximo, algo largamente esperado. A través de la ventana de su cuarto pudo ver el verdor de los sembradíos más allá de los límites del poblado. El sol ponía brillos sobre la hierba y las copas de los árboles, al par que mitigaba el frío del lugar.

Con la taza de café en una mano y algunos bizcochos en la otra, recorrió la única habitación destinada como aula. Algo parecido al remordimiento la invadió, mientras observaba el humilde lugar. A través de las ventanas del aula observó el mástil donde ella jamás haría izar la bandera. Otra misión la había traído a este pueblo desconocido Una intuición o un mandato que ni ella misma sabía de donde venía, pero que indudablemente iba guiándola en su ya largo peregrinaje. Ahora sentía que la búsqueda estaba llegando a su fin.

La aterró la idea de recibir a los niños, no soportaría la culpa si viera sus caritas morenas, de mejillas amoratadas por el frío; sus miradas esperanzadas. Rápidamente se vistió y salió en dirección a la casa de Pilar.

La recibió con la afabilidad de siempre. María rehusó la invitación a entrar, se limitó a preguntar por la salud de Zenón, a fin de no resultar tan cortante, e indicar a Pilar que se encargue de hacer pintar el aula y las mesas, ya que se encontraban un tanto deterioradas y quería que los niños sintieran que se los estaba esperando en un ambiente más agradable. Eso le daría un poco más de tiempo.

Ya a punto de despedirse ambas mujeres, la camioneta de Máximo dio vuelta la esquina y se detuvo frente a la casa. Pilar los presentó.

Otra vez un frío intenso recorrió el cuerpo de María al enfrentar la mirada del hombre. Tenía una sonrisa cautivante; sin embargo la muchacha pudo advertir un ligero temblor en sus labios. Sintió ahora con mayor fuerza que la búsqueda llegaba a su fin.

Máximo por su parte volvió a sentir aquel desasosiego del día anterior. Algo lo impulsaba a permanecer junto a la muchacha, a la vez que un poderoso deseo de huida lo asaltaba. En su lucha interior, venció lo primero y se ofreció a acercarla a la escuela. Esta vez María aceptó.

En el breve lapso de tiempo del trayecto, maría tuvo extrañas sensaciones. Oía las palabras cuidadas de Máximo pero sentía como una lejanía de su propio cuerpo, sin embargo podía percibir el olor de Máximo, era un olor acre, y nauseabundo que nada tenía que ver con este hombre. Llegaron a la escuela y María se despidió sin invitarlo a pasar.

Ya en su cuarto tomó un baño y se sentó frente al fuego. Contemplaba como absorta las llamas. De pronto, como temerosa de haber perdido algo muy valioso, se incorporó y casi de un salto llegó frente al ropero, abrió uno de sus cajones y sacó la valija verde. Volvió al sillón frente al fuego. La abrió e introdujo la mano en su interior, entornó los párpados y así permaneció durante mucho tiempo.

                                                                                        Continuará