martes, 24 de noviembre de 2009

Entre la noche y el día






Obra de: Emile Munier


Entre la noche y el día, en esta hora en que el silencio afable me retiene en vigilia, por placer, me interno en mí. Más allá del cristal, una luna color manteca demora su partida, ensimismada en la contemplación de los primeros rosas de la aurora. Me hundo en océanos de sentires antiguos y otros nuevecitos y relucientes pequeñas briznas que crecen lozanas a mi abrigo.


Respiro profunda y lentamente, el olor cotidiano, el de mi casa, se mezcla con el aroma del parque que entra a través de mi ventana, abierta de par en par; me penetran y producen en mí una sensación de placer infinito. Siento que mi corazón late al unísono con el corazón del Universo. Dejo que mis pensamientos vaguen libremente, no retengo ni busco ninguno, hasta que desaparecen. Continúo mi viaje adentrándome en mis rincones más ocultos. El cuerpo parece perder sus fronteras, se hunde suavemente.

Me siento liviana, me elevo más y más. Quiero abrir en toda su longitud mis brazos, alzar la cabeza, para sentir con mayor intensidad el aire golpeando mi rostro y mi pecho. Pero no encuentro mis brazos, no siento mi cabeza. Busco mis piernas, no tengo; no tengo cuerpo.

Entonces comprendo que he muerto.

Puedo pensar. Pienso en mi hija. Me necesita. No quiero abandonarla. No quiero darle este dolor. Quiero volver. Quiero mi cuerpo, mi balcón, mis libros, mis poemas, mis amigos, la gente a la que amo. No, no estoy dispuesta a lastimar a los que amo, sobre todo a mi hija… Quiero regresar y algo me atrae, una fuerza me arrastra a un mundo que vislumbro desde mi ser sin ojos. Un mundo de color desde el que me llegan sensaciones jamás experimentadas.

Y la verdad se muestra ante mí desnuda y clara como el más luminoso mediodía.

La verdad se revela sin piedad, sin disfraces. Este dolor es el mismo que sintiera al perder a mis seres más queridos. El mismo que tal vez sintieron ellos al alejarse. El mismo que sentirá mi hija al encontrar mi cuerpo sin vida. Este dolor es por mí y no por los que quedan. Aquel dolor fue por mí y no por los que marcharon antes de mí.

Ya no me resisto. Me entrego blandamente, amorosamente. Siento infinitas presencias, sin nombres, sin formas. De todos me llega el amor, el amor más puro que jamás he dado ni recibido. Soy amor. Somos uno y a la vez somos nube y árbol y piedra y río y tierra, amorfos, intangibles. Me muevo entre colores nunca imaginados y sonidos indescifrables pero suaves y armónicos. Soy plenitud.

Algo me roza, escucho una risa lejana, fresca, cristalina, otro roce.

Abro los ojos apenas, temo que todo haya sido un sueño. Una mano pequeñita y blanca me acerca un juguete. Elevo los párpados. Mi nieta coloca sobre mi cama las pantuflas, me toma de la mano y tira de ella mientras dice sonriendo: “mamos”(vamos). La beso y salgo de la cama, en pijama y descalza. Me arrastra hacia el balcón y con gestos y su particular forma de decir, requiere: “abo” (abrí), y lo hago. Salimos y como cada mañana, desde que en mi balcón hay huéspedes, observamos el nido de palomas.

Ya es más de media mañana. El día esplende. Me siento plena.

                                                                                                                          Julia Cerles



martes, 17 de noviembre de 2009

Quitarse la mortaja



Contaba nueve años. La imagino de mejillas regordetas y ojos tristes. Sus padres habían cruzado el mar en pos de un futuro venturoso. Dejaban la aldea natal, las verdes colinas de su España, tierra donde nacieron, crecieron, se encontraron, se amaron y procrearon sus primeros hijos. Traían la voluntad, los brazos jóvenes y fuertes, adiestrados en el trabajo. Traían la esperanza y dos hijos. Luego llegó a este mundo la niña de mi historia, bajo este nuevo cielo, sobre este nuevo verde enmarcado por sierras bajas y cálidas.


Contaba nueve años. El golpe, brutal, la derribó, su cabeza dio contra una de las columnas de ese patio de mármol de la imponente casa. Todo giró en torno. Desfilaron ante sus ojos cerrados, el rostro de la madre, los brazos musculosos de su padre, elevándola hasta encontrarse frente a frente su rostro con el suyo, riendo felices en el encuentro al fin de la jornada; el perro, sus hermanos, los malvones del patio y más allá el campo, con su sábana verde y fragante extendida amorosamente sobre esa bendita tierra de esperanza.

Contaba nueve años, su abrigo era la orfandad gélida y cruda.

Una vez al mes, su padre, se alejaba del hogar en su carro tirado por el fiel percherón, rumbo al poblado donde entregaba el producto de su trabajo y adquiría lo necesario para su hogar. Regresaba por la noche, cargado de dulces y regalos para su mujer y los niños.

La noche lucía su manto de azul más profundo y aquilatada pedrería, la brisa traía en su seno misturas silvestres que en la casa se mezclaban con el olor a leños encendidos y pan recién horneado. El relincho del caballo anunció el ansiado regreso, desatando como siempre, la algarabía de la familia ante la proximidad de las maravillas provenientes del pueblo. La esposa salió a su encuentro, también como siempre.

Pero la realidad de esa noche fue distinta, los dulces y presentes debieron aguardar en sus cajas, los gritos expectantes de los chicos se congelaron en una mueca de estupor e incredulidad. La mujer bajó del carro el cuerpo sin vida de su esposo.

Al poco tiempo la madre de la niña de mi historia, había perdido la tierra, la vivienda y la salud. Y se apagó como una estrella dejando el destello de su luz a la que solemos pedir algún deseo.

Despertó poco después vistiendo una blusa de seda tan suave que lastimaba su piel no acostumbrada a esos mimos, en una ancha cama con baldaquines que sostenían blanquísimos tules, entre sábanas impolutas de las que se desprendía una exquisita fragancia. Sintió que eso era la muerte. Esa blusa ajena era una mortaja, la cama era una nube mullida y blanda, fresca y reconfortante; el aroma era el de rosas que dicen se percibe ante la cercanía de la Virgen.

Una voz varonil, no habitual en aquella casa habitada por mujeres, la volvió a la realidad, y el terror la invadió al escuchar la otra voz, la de su patrona, la de aquella mujer que haciendo gala de generosidad la había recogido al quedar huérfana, aquella mujer que la alimentaba de sobras y ante alguna desobediencia, la hacía dormir sobre el piso de mármol. La misma mujer que le había asestado tremendo golpe porque no obedeció la orden de ir corriendo a hacer un mandado y volver del mismo modo. Esa mujer relataba al médico una historia inventada para explicar el accidente sufrido por su protegida.

Tenía nueve años. Cerró fuerte los ojos y deseó, con toda la intensidad de que su alma era capaz, desaparecer. El sonido acompasado y firme de un fuerte galope hizo temblar la habitación, tintinearon los caireles de las lujosas lámparas, las ventanas se abrieron de par en par y en medio de un flamear de cortinas, un viento huracanado arrasó con todo lo allí existente y elevó a la niña al tiempo que emergía de entre las nubes un caballo blanco, imponente en su belleza, ancho, rotundo, de larga cola y voluptuosas crines al viento. Sobre su lomo contundente, cálido, cabalgó y cabalgó, desplegados al aire el cabello y su risa. De un tirón arrancó de su cuerpo la blusa-mortaja y la arrojó con fuerza, lejos de sí. Con los brazos abiertos como alas y la cabeza hacia atrás, queriendo beberse todo el aire que aspiraba por la boca y por los poros, la vio elevarse dibujando caprichosos arabescos para luego descender lentamente hasta un manchón oscuro y distante.
                                                                                                                                     
                                                                                                                               Julia Cerles


Nota: La niña de esta historia fue mi madre. Sólo el final es producto de mi imaginación, el resto y más es real. Mi madre vivió ochenta y dos años. Crió un puñado de hijos, colaboró en la crianza de muchos nietos y conoció a algunos biznietos. Después de cincuenta y dos años de matrimonio, enviudó y se casó nuevamente a los setenta años. Vivió el resto de su vida acompañada, cultivando rosas y frutillas y alimentando palomas. ¡A mí me parece genial!





viernes, 13 de noviembre de 2009

Amor cibernético



Se suele buscar en la computadora ayuda de todo tipo: diversión, sexo, nirvana, pornografía, información científica, chistes, noticieros, ofertas comerciales, salud, justicia, arte, etc.

La inteligencia del usuario es la que debe poner calidad al agobio de datos y de estímulos.
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Por suerte aparecen, a veces posibilidades cibernéticas que nos sorprenden. Algunas de estas novedades ofrecen gratuitamente instalar el programa amor en nuestra vida.
El procedimiento es relativamente sencillo; los beneficios son incalculables.
No se requiere un dominio especial de las computadoras, alcanza con seguir instrucciones precisas, no falsear el manual de procedimiento y mantener un alto grado de buen humor y de imaginación. También exige involucrar a los amigos en la buena onda del mensaje.
Aquí tenemos una orientación cibernética para instalar en nuestra vida el sistema
AMOR.
CLIENTE: - “Estoy teniendo problemas, ¿me podrían ayudar?”
SERVICIO AL CLIENTE: - “Si, le puedo ayudar. ¿Podría instalar AMOR? El primer paso es abrir su CORAZÓN. ¿Ya localizó su corazón?
C:- “Si, ya lo localicé pero hay algunos programas que están corriendo ahora. ¿Lo puedo instalar?
SC:-“¿Cuáles son?”
C:- “Déjeme ver... HERIDAS. EXE, BAJA ESTIMA. EXE, RESENTIMIENTO. EXE y RENCOR. COM están corriendo actualmente.”
SC:- “No hay problema. AMOR va a borrar automáticamente HERIDAS.EXE de su sistema. Tal vez permanezca en su memoria permanente pero no le causará problemas. AMOR eventualmente se sobre-escribirá en BAJA ESTIMA.EXE con un módulo propio llamado ALTA ESTIMA.EXE. Tiene que deshacerse por completo de RENCOR.COM y RESENTEMIENTO.EXE. Estos programas impiden que AMOR se instale.”
C:- “No sé cómo desactivarlos.”
SC:- “Vaya a su menú de INICIO e invoque PERDÓN.EXE. Repita esta operación tantas veces como sea necesario para que RENCOR. COM y RESENTIMIENTO.EXE se borren.”
C:- “Ya lo hice. AMOR se está autoinstalando.”
SC:-Va a recibir un mensaje que dice “AMOR se instalará por el resto de vida activa de su corazón”, ¿Apareció?”
C.- “Si, lo estoy viendo. ¿Significa que terminó de instalarse?”
SC:- “Así es, recuerde que tiene sólo el programa básico. Necesita comenzar a conectar su CORAZÓN a otros CORAZONES para recibir actualizaciones.”
C:- “Tengo un mensaje de error y apenas lo instalé. ¿Qué hago?”
SC.- “¿Qué dice el mensaje?
C:- Dice: Error 412* EL PROGRAMA NO HA CORRIDO EN SUS COMPONENTES INTERNOS.”
SC:- “No se preocupe ese es un problema común. AMOR ha sido configurado para correr en CORAZONES exteriores pero no para correr en su propio corazón. Es uno de esos asuntos de programación muy complicados pero en lenguaje común significa que primero tiene que AMAR su propio CORAZÓN antes que AME a otros. ¿Puede encontrar el directorio llamado AUTOACEPTACIÓN?”
C:- “¡Aquí está!”
SC:- “Haga clic en los siguientes archivos y luego cópielos al directorio “MI CORAZÓN”: PERDÓN.DOC, AUTOESTIMA.TXT, AUTOVALORACIÓN.TXT y BONDAD.DOC. El sistema va a sobrescribir todo archivo conflictivo y cualquier programación defectuosa. También necesita borrar AUTOCRÍTICA.EXE de todos los directorios.”
C:- “Listo. MI CORAZÓN se está llenando ahora con archivos muy padres. SONRISA. MPG está desplegada en mi monitor en este instante y muestra que TERNURA. COM, PAZ.EXE Y ALEGRÍA.COM se copian solos en MI CORAZÓN”.
SC:- Entonces AMOR ESTÁ INSTALADO Y CORRIENDO. De aquí en adelante puede manejar la situación con sensibilidad. AMOR es gratis. Asegúrese de dárselo completo y con sus diferentes módulos a toda persona que conozca.”

Transcripto de: Cuentos para Regalar
                        a personas sensibles
de Enrique Mariscal

domingo, 8 de noviembre de 2009

POR LA PAZ EN EL MUNDO


En el Blog "Compartiendo Experiencias" se presenta un Pedido de Paz. La autora del Blog solicita nuestros nombres, para publicarlos como peticionantes. Mi nombre ya está allí. Pero no me pareció suficiente, por eso creo esta entrada y el enlace al blog mencionado: es la vela sobre el signo de la Paz. No dudo que no vacilarán en adherir. Mi agradecimiento a todos, Queridos Amigos.
                                                                                                                                                             Julia

martes, 3 de noviembre de 2009

UN DIA DISTINTO





    Lucas despertó eufórico. Saltó, prácticamente sobre las pantuflas. Se acercó a la ventana y observó a través de los cristales. La mañana se anunciaba luminosa, el sol se abría paso, perezoso, entre el residuo nebuloso de la noche.

   Cuando su madre entró a la habitación, resignada al esfuerzo que a diario realizaba para sacarlo de la tibieza de su cama, quedó atónita ante el lecho vacío y el sonido del agua que manaba de la ducha, mezclado al canturreo discontinuo de una canción de moda. Se pellizcó las mejillas y con un gesto de incredulidad se dirigió a la cocina.

   Poco después, vestido con ropas deportivas y cargando su mochila, Lucas atravesó la puerta, aspirando exageradamente el olor a café y tostadas que inundaba el aire. Alegremente abrazó a su madre que aún no salía de su asombro.

   Desayunó frugalmente, pero con entusiasmo. Esa mañana era otro el sabor de la mantequilla sobre las tostadas crujientes, más intenso el aroma del café con leche y el ácido dulce del jugo de naranjas recién exprimidas,

   Tomó su mochila, en la que había colocado toalla, jabón, desodorante... Besó repetidamente las mejillas de su madre al tiempo que le hacía cosquillas, sin hacer caso a sus quejas mezcladas con su risa cantarina entrecortada por las contorsiones de su cuerpo.

   Salió a la calle en dirección al gimnasio, el aire, agradablemente fresco, acarició su rostro y entró a sus pulmones regalándole nueva energía.

   Con paso acompasado acortaba distancias mientras tarareaba la canción comenzada bajo la ducha matinal y planificaba ese día glorioso.

   No podía apartar de su mente el motivo de este estallido de alegría. Como una visión, aparecía el hermoso rostro de Melisa enmarcado por largos y ondulantes cabellos, como si la noche se hubiese derramado sobre ellos, y en el cual un par de estrellas castañas refulgían.

   Melisa había aceptado acompañarlo a dar un paseo al salir del gimnasio. Caminarían por Puerto Madero, llegarían a la Reserva Ecológica, la vería conmoverse ante las bellezas naturales. Finalmente, sentados frente al río, saboreando un helado... ¡Le pediría que fuera su novia!

   Ya estaba a media cuadra del gimnasio, sólo faltaba el cruce de una calle y caminar unos pocos metros. Se detuvo en espera del cambio de luz del semáforo.

   Con un ágil salto sorteó la hendidura barrosa que se extendía frente a él y cayó de pie al otro lado, con un crujir de ramas secas quebradas bajo el peso de su cuerpo. Sintió el frío bajo su gruesa camisa de lana, de modo que abrió su alforja, sacó la cazadora y enfundó en ella su cuerpo. Apuró el paso, la tarde entraba en agonía y bajo los tupidos árboles, pronto la oscuridad sería densa y peligrosa. A poco andar divisó su cabaña en el claro del bosque, sobre ella, el sol moribundo ponía destellos rojizos y sombras multiformes.

  
Entró a la rústica pero acogedora vivienda, colgó el rifle al costado de la puerta, apoyó sobre un caballete las pieles obtenidas, y la alforja sobre el suelo. Encendió el candil y los leños ya dispuestos en la salamandra y sobre ella colocó el tosco recipiente ennegrecido repleto de fragante café. Se quitó la cazadora y la arrojó sobre un taburete de maderas cruzadas y asiento de piel de jabalí. Se sentó por un momento sobre el camastro y, apoyados los codos en las piernas y el mentón en las manos, contempló con tristeza la pila de pieles. “Pronto podré dejar esta cruel forma de ganarme la vida”- se consoló Lucas- se sentía culpable por las vidas indefensas que día a día tronchaba en busca de su sustento.

   Así reflexionando se incorporó y se dirigió al sótano en busca de pan, queso y un poco de vino. Candil en mano anduvo el corto trecho que lo separaba de la improvisada escalera de troncos.. Comenzó a descender cuidadosamente. Se sorprendió ante un extraño murmullo como de agua en movimiento, que se agudizaba a medida que descendía.

   Efectivamente, al pie de la escalera corría un río rumoroso, y amarrado al último tronco había un pequeño bote. Su primer impulso fue regresar a la seguridad de su cabaña, al día siguiente se ocuparía de conseguir nuevas provisiones, por esta noche seria suficiente con el reconfortante café y el sueño reparador.

   Sin embargo su natural curiosidad y la convicción de que el sueño no llegaría, hicieron que se precipitara al bote y comenzara a bogar. La débil luz de su candil apenas disipaba, en las cercanías del bote, la oscuridad de ese río sin cielo.

   Al dar vuelta un meandro, divisa, a corta distancia, un círculo de luz purísima. Remando con todas sus fuerzas acelera la marcha. Ya en el límite entre la oscuridad y la claridad intensísimas, siente una extraña sensación, como si su cuerpo perdiera peso. De inmediato, sale impulsado hacia arriba, como atraído por una poderosa fuerza hacia el espacio y ve como candil y bote, se precipitan al vacío dando volteretas en el aire.

      Excitado por la cercanía del encuentro, Lucas cruzó la calle y como si tuviera alas llegó al gimnasio. No bien entrar vio a Melisa, disponiéndose para la rutina del día. Se dirigió hacia ella esbozando una amplia sonrisa. Ya frente a frente pudo ver sus mejillas encendidas y el brillo nuevo de sus ojos castaños. El corazón de Lucas aceleró su latido.

    De pronto Melisa estalló en una sonora carcajada. Lucas azorado, siguió su mirada clavada en sus pies...   ¡Enfundados en raras botas de piel gastada y alta caña sobre su pantalón deportivo de algodón!

Julia Cerles