lunes, 22 de marzo de 2010

La muchacha de la valija verde. 1ra Parte

Imagen tomada de un Blog amigo. Ante cualquier problema, ruego avisar para retirarla de inmediato.


El tren retomó su marcha.

Como si una mano enorme e invisible descorriera el telón que ocultaba el otro lado, se perfiló la silueta, menuda, casi insignificante. La cubría un raído tapado marrón sobre el que caía en cascada, la cabellera renegrida y brillante; calzaba botas también marrones, de grueso tacón.

De espalda no parecía el tipo de mujer que podría interesarle. Sin embargo, algo hacía que su mirada volviera, una y otra vez a ella, de pie en medio del andén desierto, de una estación desierta, en un pueblo casi deshabitado. El rostro levemente inclinado hacia la dirección seguida por el tren.

¿Esperaría a alguien? ¿Escrutaría su mirada la distancia, en busca de un punto de referencia, de una señal que le indicara hacia donde encaminar sus pasos para llegar a destino? ¿Cuál sería su lugar de destino? Resultaba extraño que nadie acudiera a recibirla.

Unas pocas viviendas se agrupaban en torno a la estación, y a la modesta escuela. Más allá el campo se extendía, interrumpida su planicie de distintos verdes y ocres, por la presencia de grupos de árboles, que denotaban la cercanía a ellos de cascos de antiguas estancias, y puestos de las mismas.

Un movimiento de la muchacha interrumpió sus cavilaciones. En efecto, la silueta dio un medio giro quedando de frente al extraño observador. Sus manos se unían en el pecho, acercando los pliegues del abrigo, al tiempo que sostenían una pequeña valija de color verde. Demasiado pequeña para contener el equipaje de alguien que viene a quedarse. El tren sólo pasaba una vez a la semana.

En tanto ella bajaba el terraplén por el estrecho sendero, él descendió de la camioneta y se acercó.

Al verlo junto a ella se estremeció su pecho, dominó con esfuerzo el temblor de sus manos, que oprimían con fuerza la minúscula valija y con la cabeza en alto, sostuvo la mirada oscura de ese hombre.

Sin detenerse rehusó el ofrecimiento de acercarla y evitó dar indicios de su futuro paradero.

Máximo no insistió, regresó al vehículo y lo puso en marcha, pasó lentamente junto a la muchacha, que avanzaba a paso firme por la calle de tierra, perpendicular a las vías. Tras saludarla con un gesto galante, que ella devolvió, aumentó la velocidad y se alejó. Pero no pudo apartar su mirada del espejo retrovisor, hasta que la distancia y el polvo hicieron imposible la visión de ese rostro primero, y de esa silueta después, que inexplicablemente lo inquietaban.



La camioneta avanzó en línea recta unos tres kilómetros, seguida de una cada vez más densa nube de polvo, giró unos metros y atravesó el guardaganado sobre el cual se extendía, en lo alto, un arco de madera prolijamente barnizada en el que podía leerse: Estancia “ La Alameda”. A partir de allí se elevaban, sendas hileras de álamos plateados a los lados del camino, hasta el comienzo del parque, en medio del cual se levantaba imponente, la casa de estilo señorial.

Máximo se apeó frente a la escalinata de mármol, subió de a dos los escalones, en tanto extraía de su bolsillo un manojo de llaves. Hizo sonar por dos veces la aldaba de bronce y sin esperar, abrió la gran puerta y penetró al vestíbulo.

Apenas dio el primer paso, oyó la voz de la casera quien se acercaba presurosa. Se saludaron con familiaridad.

La vieja Sara, le ofreció algo para tomar. La asombró la amable negativa, tras la cual Máximo agradeció. Él mismo se sirvió un poco de wiski y con el vaso en la mano subió a su dormitorio. Sara quedó pensativa, había criado a ese hombre y no era este su comportamiento habitual.

Al llegar a su habitación, se quitó la campera, y la arrojó al sillón. Se sacó las botas y se recostó, la espalda apoyada en el respaldo, las piernas estiradas, una sobre la otra. Su mirada seguía el recorrido del líquido que giraba en el vaso, impulsado por el distraído movimiento de su mano.

¿Qué hacía tirado en esa cama, a poco de llegar, y con tantos asuntos por atender como tenía? ¿Qué lo perturbaba? Era ridículo que la visión de esa pequeña mujercita, lo consternara de este modo. Apenas intercambiar un par de palabras con Sarita había corrido en busca de soledad. ¿Qué tontería era ésta?

Sólo en este punto tuvo conciencia de la dimensión del enigma. Saltó de la cama. ¿Qué hacía él, atisbando el andén desde su camioneta detenida? ¿Cómo llegó allí? ¿Por qué?

Viajaba desde la Capital, hacia ese lugar de la provincia, casi desconocido, a ocuparse de asuntos de “La Alameda”. En sus frecuentes visitas a la estancia, tomaba una bifurcación, separándose así de la ruta central paralela a las vías del ferrocarril. ¿Qué lo había llevado hoy a seguir por ella? ¿Y qué lo detuvo frente a esa estación?

Iba y venía por la habitación, mientras un sinfín de preguntas sin respuestas martillaba su cabeza. Apuró de un trago el contenido del vaso. Se calzó las botas y bajó a prisa. Sin saber a ciencia cierta que buscaba, subió a la camioneta que salió disparada por el sendero del parque, para luego desandar el camino de los álamos. Llegó a la pequeña población, recorrió sus calles lentamente. Los pobladores lo saludaban con respeto, denotando sus expresiones que era tenido en estima. Finalmente entró al bar de ladrillos sin revoque y techo de chapas. Otro acto impensado, incongruente. Otra vez se sintió tonto, ridículo. Dos o tres parroquianos bebían acodados en el mostrador de madera oscura, en tanto otros cuatro despuntaban un truco en una mesa cercana, en medio de voces y fuertes risotadas, que fueron dando paso a un asombrado silencio ante la extraña visita. Ya era tarde para cambiar el rumbo. Saludó y obtuvo respuesta de estos hombres que ya se habían despojado de sus sombreros y gorras. Aceptó el trago y el cigarrillo que le ofrecieron y acodado él también a ese mostrador se sintió como un niño perdido e indefenso.

Escuchó comentarios sobre la falta de agua en la estancia “Los mirasoles”, que con tanta sequía se habían quedado sin reservas. Que entre el ganado de “Las Marías” se había iniciado un brote de una enfermedad de la que no sabían “como se llamaba” y que los veterinarios estaban viendo de qué se trataba. Que ¡Pobre Don Zenón!, el esposo de la casera de la escuelita, anoche se descompuso y el Braulio tuvo que ir a todo galope hasta el pueblo vecino a buscar al médico. Porque el de acá, se volvió a la ciudad y todavía no mandaron otro, tampoco mandaron todavía maestra ¡Y los chicos sin poder ir a la escuela! ¡Y qué justo! Que el Braulio tenía que ir a buscar a su novia a Puente Negro. Si, porque se casorea nomás, el sábado. Si, ¡Y qué farra prepararon! Les prestan el galpón de la peonada, en “La Margarita”. Pero ahora, con esto de Don Zenón…
                         Continuará
                                                                                                  Julia Cerles



1 comentario:

  1. Espero la o las siguientes partes, amiga Julia. De momento esta primera me ha gustado. Hola Julia, hacía mucho tiempo que no publicabas aquí, mí querida amiga. Me alegra de haber pasado, porque este blog no lo tengo enlazado. Voy a hacerlo ahora mismo. Te mando un fuerte abrazo y te deseo un feliz fin de semana.

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