martes, 17 de noviembre de 2009

Quitarse la mortaja



Contaba nueve años. La imagino de mejillas regordetas y ojos tristes. Sus padres habían cruzado el mar en pos de un futuro venturoso. Dejaban la aldea natal, las verdes colinas de su España, tierra donde nacieron, crecieron, se encontraron, se amaron y procrearon sus primeros hijos. Traían la voluntad, los brazos jóvenes y fuertes, adiestrados en el trabajo. Traían la esperanza y dos hijos. Luego llegó a este mundo la niña de mi historia, bajo este nuevo cielo, sobre este nuevo verde enmarcado por sierras bajas y cálidas.


Contaba nueve años. El golpe, brutal, la derribó, su cabeza dio contra una de las columnas de ese patio de mármol de la imponente casa. Todo giró en torno. Desfilaron ante sus ojos cerrados, el rostro de la madre, los brazos musculosos de su padre, elevándola hasta encontrarse frente a frente su rostro con el suyo, riendo felices en el encuentro al fin de la jornada; el perro, sus hermanos, los malvones del patio y más allá el campo, con su sábana verde y fragante extendida amorosamente sobre esa bendita tierra de esperanza.

Contaba nueve años, su abrigo era la orfandad gélida y cruda.

Una vez al mes, su padre, se alejaba del hogar en su carro tirado por el fiel percherón, rumbo al poblado donde entregaba el producto de su trabajo y adquiría lo necesario para su hogar. Regresaba por la noche, cargado de dulces y regalos para su mujer y los niños.

La noche lucía su manto de azul más profundo y aquilatada pedrería, la brisa traía en su seno misturas silvestres que en la casa se mezclaban con el olor a leños encendidos y pan recién horneado. El relincho del caballo anunció el ansiado regreso, desatando como siempre, la algarabía de la familia ante la proximidad de las maravillas provenientes del pueblo. La esposa salió a su encuentro, también como siempre.

Pero la realidad de esa noche fue distinta, los dulces y presentes debieron aguardar en sus cajas, los gritos expectantes de los chicos se congelaron en una mueca de estupor e incredulidad. La mujer bajó del carro el cuerpo sin vida de su esposo.

Al poco tiempo la madre de la niña de mi historia, había perdido la tierra, la vivienda y la salud. Y se apagó como una estrella dejando el destello de su luz a la que solemos pedir algún deseo.

Despertó poco después vistiendo una blusa de seda tan suave que lastimaba su piel no acostumbrada a esos mimos, en una ancha cama con baldaquines que sostenían blanquísimos tules, entre sábanas impolutas de las que se desprendía una exquisita fragancia. Sintió que eso era la muerte. Esa blusa ajena era una mortaja, la cama era una nube mullida y blanda, fresca y reconfortante; el aroma era el de rosas que dicen se percibe ante la cercanía de la Virgen.

Una voz varonil, no habitual en aquella casa habitada por mujeres, la volvió a la realidad, y el terror la invadió al escuchar la otra voz, la de su patrona, la de aquella mujer que haciendo gala de generosidad la había recogido al quedar huérfana, aquella mujer que la alimentaba de sobras y ante alguna desobediencia, la hacía dormir sobre el piso de mármol. La misma mujer que le había asestado tremendo golpe porque no obedeció la orden de ir corriendo a hacer un mandado y volver del mismo modo. Esa mujer relataba al médico una historia inventada para explicar el accidente sufrido por su protegida.

Tenía nueve años. Cerró fuerte los ojos y deseó, con toda la intensidad de que su alma era capaz, desaparecer. El sonido acompasado y firme de un fuerte galope hizo temblar la habitación, tintinearon los caireles de las lujosas lámparas, las ventanas se abrieron de par en par y en medio de un flamear de cortinas, un viento huracanado arrasó con todo lo allí existente y elevó a la niña al tiempo que emergía de entre las nubes un caballo blanco, imponente en su belleza, ancho, rotundo, de larga cola y voluptuosas crines al viento. Sobre su lomo contundente, cálido, cabalgó y cabalgó, desplegados al aire el cabello y su risa. De un tirón arrancó de su cuerpo la blusa-mortaja y la arrojó con fuerza, lejos de sí. Con los brazos abiertos como alas y la cabeza hacia atrás, queriendo beberse todo el aire que aspiraba por la boca y por los poros, la vio elevarse dibujando caprichosos arabescos para luego descender lentamente hasta un manchón oscuro y distante.
                                                                                                                                     
                                                                                                                               Julia Cerles


Nota: La niña de esta historia fue mi madre. Sólo el final es producto de mi imaginación, el resto y más es real. Mi madre vivió ochenta y dos años. Crió un puñado de hijos, colaboró en la crianza de muchos nietos y conoció a algunos biznietos. Después de cincuenta y dos años de matrimonio, enviudó y se casó nuevamente a los setenta años. Vivió el resto de su vida acompañada, cultivando rosas y frutillas y alimentando palomas. ¡A mí me parece genial!





5 comentarios:

  1. y a mi tambien,dichosa tu,que la disfrutaste y que logras con tu texto,que nosotros la conozcamos.
    un abrazo

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  2. En poco tiempo le e tomado un gran carino a ti y a tus relatos.Muchas gracias por el obsequio,estoy muy interezada en conocer la historia del cuadro!!

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  3. Que linda historia la de tu madre Julia, la mía también fué un mujer de campo, con muchos dolores y alegrías como la tuya, mañana hace siete años que se iba físicamente.
    Disculpa que no hay pasado por lo del cuadro, esto y otras cosas no me tienen muy bien.
    Un abrazo enorme
    Silvia

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  4. Me dejaste con un nudo en la garganta por esta historia. Gracias por compartirla.
    Un fuerte abrazo.

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